Sigues teniendo la misma mirada
que tienen
los que lloran a escondidas
y a gritos.
Tu rostro es
un trozo de pena arrancado
de algún domingo,
un cúmulo de ruidos
que solo son silencio,
una senda de cicatrices
que empiezan en tus manos
y se agrandan en tus aristas,
que son tantas como bemoles
colman tu vida.
Sé que te sigues acordando de mí
las tardes de otoño,
que se te empequeñece el corazón
cuando llueve
porque has olvidado
cómo te ardió el pecho
cuando te cogí con mis dos manos
y te hiciste un ovillo herido,
que miras al suelo
cuando caminas
porque ahora prefieres pisar el presente
y dejar de vislumbrar futuros.
También sé
que sigues guardando secretos
para quien venga
-guárdate bien,
sigues siendo el mejor que tengo-.
Que tu felicidad consiste en el descanso
y que solo bailas cuando estás despeinada.
Que encuentras placer
al lamerte las heridas,
que te cuesta decir adiós para siempre
porque en tu espalda está toda tu historia.
Claro que lo sé,
amor.
Me bastó mirarte una vez
a través de todos tus cortes,
de tus excusas y de tus huidas,
de la velocidad de tu acento,
de tus palabras puestas porque sí,
de las frases escritas a media voz,
de los mensajes a destiempo,
de tus ojos rearmados hasta los dientes.
Me bastó mirarte una vez,
la primera,
para llevarme toda tu tristeza a mis ojos
y no poder mirarte de otro modo,
y no poder ser de otra manera,
y que no pudieras ser de otra forma.
Pero yo te quise así
y tú quisiste que te quisiera así.
Eres mi tristeza más pesada,
una losa de pena a la espalda.
Pero en ocasiones,
amor,
a veces,
me recuerdo feliz a tu lado,
te rememoro feliz a mi lado.
Y entonces lo entiendo todo.